La noche se deslizaba imparable ante
aquellas nubes plateadas. Poco a poco la oscuridad envolvía el cielo
que, una vez cubierto, no dejaba que se derramase ni un hálito de
luz. Me quedé tumbado frente a aquel manto negro, esperando que
aquella brisa que me acariciaba el cabello hiciera aparecer las
estrellas entre aquellas sombras. Poco a poco, la vista se fue
tornando más turbia y mis ojos acabaron de cerrarse.
El tañido de
las campanas de un monasterio cercano me vino a traer a una mañana
fresca de otoño. Una nueva luz en ciernes se alzaba sobre las cimas
de los montes, atravesando las ramas de los árboles con aquellos
rayos cálidos. No fue hasta entonces cuando me di cuenta de que no
estaba solo. Pude percibir la presencia de alguien que se movía
entre los arbustos y dejaba la señal de sus pasos sobre aquel
bosque. Su respiración se volvió tenue y apenas pude volver a
advertir sus movimientos. Tras unos instantes en que perdí la pista
a aquella sombra, mi estado de alerta se desvaneció y volví a
relajarme al amparo de aquel sol que me hacía sentir seguro.
Hubo
algo que me inquietó y abrí los ojos. Allí estaba. Frente a mí.
Su mirada penetrante cruzándose con la mía. Ni un atisbo de temor
en su rostro. Nada que me hiciese pensar que debía tenerle miedo. Me
levanté de la butaca lentamente, intentando evitar hacer ningún
movimiento brusco. Enfrente de mí, aquella figura hizo un amago de
huir pero al ver que yo no tenía nada salvo las palmas abiertas de
mis manos se detuvo. Me fui aproximando con un aire conciliador hasta
que llegué hasta él y lo reconocí. Estaba cambiado. Su aspecto
había empeorado desde la última vez que lo vi. Ofrecí mi mano y
alargué los dedos hasta rozarle la cabeza y cerró los ojos. Me
incliné hacia él y se acercó a mí para buscar mi otra mano.
Durante unos momentos saboreamos aquel reencuentro nacido de una
noche sin estrellas. Mi pequeño perro nunca se había olvidado de
mí.